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El llamado tiempo únicamente existe
dentro del universo “creado”. En el presente el tiempo no tiene ningún sentido,
porque siempre estamos en él.
Lo que piense, diga y/o haga, siempre
será el presente. Solo existe el aquí y ahora. En el pasado habremos dejado de
existir y en el futuro no habremos empezado a estar. Por consiguiente: nada
existe fuera del presente.
Más allá de mi existencia, lo que haya
dicho (o hecho) quedará (o no) en la memoria de los demás, a través de obras de
tipo material, intelectual i/o artístico.
La inmortalidad, como la duración indefinida de algo en la memoria de las PERSONAS, es una
constante en el género humano y clave de nuestra evolución: progresamos porque
negamos nuestra mortalidad.
Por lo tanto: a todo signo de mantenerse en la existencia se la llamará creación.
Creamos (o nos crean) como forma de ampararnos
en una supuesta inmortalidad, inmutabilidad o eternidad.
Toda presencia tiene un tiempo de
permanencia que será más o menos longevo (la no desaparición definitiva) en
función de nuestro grado de proyección (huella) hacia el entorno
(sociedad/PERSONAS).
Como acción primordial es la
descendencia o perpetuidad de la especie y/o estirpe.
Acto seguido, como fruto de nuestra
razón de ser y de una necesidad incuestionable de perdurabilidad (subsistencia,
como persistencia, estabilidad y conservación de las cosas),
construimos y/o fabricamos para protegernos, en primera instancia, a nosotros
mismos y, en segunda (y no menos importante), a nuestra prole.
Una vez cubiertas nuestras necesidades básicas
(descendencia y subsistencia; el orden es lo de menos), tomamos conciencia de
nuestra identidad como individuos transcendentes -limitados en lo físico pero
infinitos en el pensamiento- siguiendo en la lucha por nuestra perpetuidad; nos
convertimos en CREADORES en su máxima expresión.
En toda obra (arquitectónica, escultórica,
pictórica,…etc.) hay una reivindicación permanente hacia nuestra PERSONA: deseo
irrefrenable de perennidad.
Keops, segundo Faraón de la IVª Dinastía del Imperio Antiguo Egipcio (2579 a 2556 a. C.) y artífice de la Gran
Pirámide, no se planteo (ni se cuestionó en ningún momento) en realizar esta
magna obra en beneficio de su pueblo, o en homenaje a las deidades de la
región, si no, más bien, en todo lo contrario: en la perpetuidad de su memoria,
a través de tan singular edificio, hasta el presente más inmediato -¡Y a fe que
lo consiguió!-
Al negar nuestra propia
desaparición nos aferramos a la vida a través de la prolongación “artificial”
de nuestro ser:
“¡No pretendo hacer sufrir!
¡No ambiciono ser amado!
¡Sólo deseo vivir!
¡Sólo recordado!”
El olvido, por parte del grupo, a una(s)
determinada(s) PERSONA(S) es el peor de los castigos posibles; no hay execrable
fin que la desaparición de nuestra evocación. Dejamos de existir cuando dejamos
de pensar en nosotros mismos y/o por parte de nuestros congéneres. En el Antiguo
Egipto la forma de hacer “desaparecer” a un personaje “incomodo” era borrar su
nombre en estelas, lápidas o monumentos funerarios. Como ejemplo paradigmático:
el caso de la reina-faraona Hatshepsut
(1490–1468 a. C.), sus nombres y títulos, fueron borrados
metódicamente de la lista de reyes y en edificios principales de su reinado y,
consecuentemente, desterrada al "olvido".
Hay una expresión popular, hoy en día, muy extendida que,
viene a decir (más o menos): “no me importa
que hablen para mal o para bien de mí, pero, lo que no soporto, es que no
hablen”.
En resumen: no llevamos nada bien que nos ignoren, que nos
olviden... Es como si hubiésemos desaparecido a ojos de los demás seres
pensantes.
En consecuencia: en ningún momento permanezcamos callados,
reivindiquémonos permanentemente y jamás seremos olvidados.
Vivir en el presente es vivir en la perpetuidad; crear y
proyectarnos es permanecer en el infinito continuo. Seamos obra de nuestro
pensamiento…
¡No vivamos en el pasado, porque ya no existe! y… ¿el
futuro?
¡Seamos Presente; seamos Eternidad!
Santiago Peña
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