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La Muerte es nuestro
gran, y único, destino. El mismo que dota de sentido al sinsentido de la
propia vida. Vidas prestadas. Inquilinos (y no propietarios) de existencias
malvividas, incompletas, escindidas, desconocidas...
Vidas traslúcidas; vidas
fugaces; vidas sin vida; vidas imposibles de harmonía
La presencia del género
humano no tiene ninguna explicación. ¿Qué hacemos en un mundo que, para nada,
es nuestro? Repito: nada es nuestro. Ni nuestra propia existencia. Ocupantes de
organismos corruptibles; de entidades postreras; de cuerpos efímeros; de
espíritus extintos; de Almas perpetuas.
La Muerte, como meta
final, nos inspira a vivir, plenamente, la Vida. Gracias a la segura
(proximidad de la) Muerte somos Vida y, como tal, debemos
vivirla. Vivirla con intensidad infinita. La Luz es la Vida y las
sombras son la Muerte que (nos) acompañan, irremisiblemente, hacia una
fecha ya prescrita. Toda Vida tiene su Muerte y toda Luz
su penumbra.
Muerte y Vida son estados de
una misma Realidad. Morimos desde nuestra primera aurora y
resurgimos en el preciso momento de nuestra espiración. Nada muere; nada se
marchita; nada nace y todo transita. Toda Luz palidece en su albor; toda
Luz resplandece en su final.
Presencia solemne de la Muerte;
perfecto final. Jamás nos fallará; siempre en el diván. La Muerte,
invariablemente, es completa; substancialmente perfecta:
Vida vacía; muerte plena,
Vida trémula, muerte serena,
Vida enloquecida; muerte
reparadora,
Vida desnivelada; muerte
niveladora,
Vida sencilla; muerte egregia,
Vida prosaica; muerte excelsa,
Vida incompleta; muerte
perfecta.
Santiago Peña
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