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Se dice que la primera obligación del ser humano, y del resto de
seres vivos que nos acompañan, es la perpetuación de las respectivas especies.
Es decir (y en todos los estratos de la vida): nuestra (verdadera) razón de ser.
No hay otra más transcendente. A partir
de este preclaro “contrato” con el
universo (y, por tanto, con la vida), en nuestro caso más concreto;
como seres supuestamente racionales y civilizados, devienen un sinnúmero de
mandatos socio-políticos, éticos y morales. En definitiva: reglas o normas,
para un supuesto beneficio de la totalidad de integrantes que formamos parte de
lo que se entiende por mundo.
No obstante, la descendencia nos lleva, existencialmente hablando,
a una anhelada “continuidad”. Desde una simbología metafísica, nos eternizamos
a través de nuestro linaje. Y desde la pura biología: somos portadores de vida;
mutando en nuestros hijos.
Inmortalidad y soledad
Pero, ¡claro está!, como entes pensantes convergen dos conceptos abstractos que certifican nuestra incontestable humanidad:
1) El ser humano, fruto de su (inexplicable y enigmática)
presencia consciente en el infinito firmamento, ansía irrefrenablemente la inmortalidad;
la frustración de no poder obtenerla concibe, en su propio ser, desamparo y desolación,
y, por ende, la sempiterna infelicidad.
Y
2) Una visión infinita de un universo, que en absoluto
será conocido en su totalidad, nos genera la segunda causa de infelicidad:
la (insufrible) soledad.
Conclusión
(eminente, y concluyentemente, humana): la prueba divina de poseer una consciencia
infinita conduce, inexorablemente, a la infelicidad.
A fin de cuentas, y en el caso hipotético de algún día poder obtenerla,
La inmortalidad deberá ser en compañía; jamás en soledad
Santiago
Peña
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