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La fe en "algo" es consustancial a la esencia misma del pensamiento humano. Resultado de un claro -y evidente- vacío existencial, el hombre “creó” a Dios. Y, las religiones, son su consecuencia. Por este principal motivo, posiblemente, el hecho religioso precedió a la reflexión filosófica...
A esa divinidad, necesariamente creada a imagen y semejanza nuestra, se la inviste de aquellos "superpoderes" que la misma humanidad carece, como son: la inmortalidad, la omnisciencia, la benevolencia, la omnipotencia, la omnipresencia,... etc. Es decir: de todas aquellas propiedades que el género humano, por su propia constitución (físico-biológica) finita, jamás podrá llegar a poseer.
Gracias a esta "magia antropológica" (imaginación infinita, idealización, frustración y un anhelo irresistible de protección): creemos, porque queremos creer; deseamos creer; necesitamos creer. Creer en nosotros mismos; creer en un ente (que no sabemos lo que es) superior a nosotros. En una entidad cósmica que nos supera, que nos traspasa, que nos inunda, que nos arrebata... pero que, a la vez, nos "protege", nos "consuela"; que nos brinda la fuerza que necesitamos en momentos de cruda e intensa debilidad. Ante todo esto, Dios, es la réplica a nuestras exclamaciones; ante el sufrimiento. Esa fuerza está ahí; nos es propia (esotérica); nace de nuestro interior más profundo... pero la gran mayoría desconoce... desconoce porque "no se conoce"... ¡porque no nos conocemos!
En nuestro albor,
producto de una primigenia (e inmadura) transcendencia, fuimos "creadores" y, a su vez, nos dejamos
poseer (seducir) por el "fruto de
nuestra propia creación". Ese "Ser" se hizo dueño
del devenir de todo el universo; usurpando,
desde ese inmemorial instante, y para siempre, las riendas de nuestros destinos...
El "Hijo", habiendo tomado conciencia de su infinito poder, nos
arrebató la memoria de nuestra "paternidad", de nuestra "Edad
Dorada"... Fuimos testigos de la pérdida de nuestra
inocencia; descubrimos, súbitamente, un deseo irrefrenable de adquirir conocimiento…
¡Y así seguimos!
Somos consciencia infinita y somos la propia divinidad
Por lo que, desde una
simple y humana percepción -y sin tener en cuenta el concepto “extraordinario” de lo que denominamos Dios-,
cuando el ser humano se vacía (física y/o espiritualmente), vuelve, de una
forma “mágicamente” renovada, a
experimentar una evidente, y placentera, integridad, tanto física como
espiritual. Ergo, el previsto deterioro (físico) no es motivo de tristeza (vacío)
si no, al contrario, de henchida satisfacción. De igual manera, no se puede dar
un “agotamiento”
espiritual sino, más bien, de vigor: de un renovado ánimo (alma fortalecida). En
consecuencia, el alma, se siente robustecida gracias al empuje del espíritu.
Es necesario vaciarse para sentirse (nuevamente) lleno
A partir de ese consciente "desconocimiento", la PERSONA, que transita en graves momentos de crisis y de extraordinario dolor, se reactiva. Se reaviva, gracias a una "fuerza misteriosa" que muchos la nombran "divinidad" y otros tantos "fuerza de espíritu". Por todo ello, creyentes como no creyentes, necesitamos de un "dios personal". Para unos será: "el revelado". Para los demás será: "el interior" (nuestro daemon socrático).
Soy de la opinión que, incluso los que se autotitulan agnósticos (ateístas axiológicos), son practicantes de su "particular religión". Honestamente, creo que, todos (de una manera u otra), somos portadores de una única (y "verdadera") religión: "la nuestra". Por lo que diríamos -y sin incurrir en una falacia- que: existen tantas religiones como seres humanos en el mundo.
Por lo tanto: no se puede ser ateo de uno mismo. Se asume, a menudo, que, las PERSONAS que se autodefinen como ateas, son irreverentes e incrédulas (librepensadoras). Como resultado de ello, desde las religiones oficialistas (principalmente abrahmánicas), rebaten la "presencia" de una divinidad particular (endógena). Sostienen -y se reafirman- que: debemos seguir estando subyugados -como deudores perpetuos de su infinita bondad- a la voluntad arbitraria de ese dios... De ese mismo dios que nada hace por nosotros,... ¡porque, por nosotros, nada hacemos!
¿Se puede vivir espiritualmente, sin la necesidad de creer en un dios?
De alguna manera es viable especular sobre una praxis espiritual; no estando taxativamente subordinada a lo que entenderíamos por una religión instituida y sin menoscabo de seguir manteniendo los cánones (o no) de una cierta tradición. La mística filosófica es una clara muestra de otros posibles caminos para poder llegar a las más altas cumbres de la espiritualidad. -Y la música ¡porque no! una fiel compañera de viaje-.
También, a través de nuestra cotidianidad, existe una parte importante de mujeres y hombres, que se sienten atraídos por un "sentido de la trascendencia" que, en muchos casos, se vivirá, por ejemplo, a través de la experiencia artística: algunos como creadores (emisores y receptores al unísono); otros como simples observadores (receptores). Cuando nos sentimos transcender al contemplar la belleza de una obra de arte, propia o ajena, lo llamaremos: "ponernos en contacto con la consciencia cósmica". Los otros dirán: "ponernos en contacto con la divinidad". Sin más nos unimos a ella; vivimos –plenamente- el hecho místico. Se puede llegar a sentir una fuerza (o atracción) mística siendo no creyentes. Es decir: no reconocer un dios “asignado” y, por ende, no estar al amparo de ninguna religión.
En conclusión: La espiritualidad es la respuesta a un manifiesto, e inequívoco, deseo de emancipación del ser. De ir, para poder volver.
Debemos recuperar nuestra esencia, revelarnos -¡decididamente!- sin miedos, sin titubeos. Dios existirá siempre que se quiera que exista. Muchos lo necesitan: les es “más cómodo”. Otros, ya gozan de su propio espíritu; verdadero poder de la PERSONA.
“Cómo puedes estar triste, si es mi noche de boda con la eternidad”
(“Bab´Aziz, El Sabio Sufí” - 2005)
Santiago Peña
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