domingo, 31 de marzo de 2024

LA DESCENDENCIA COMO RAZÓN DE NUESTRA EXISTENCIA

 
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Se dice que la primera obligación del ser humano, y del resto de seres vivos que nos acompañan, es la perpetuación de las respectivas especies. Es decir (y en todos los estratos de la vida): nuestra (verdadera) razón de ser.  No hay otra más transcendente. A partir de este preclaro “contrato” con el universo (y, por tanto, con la vida), en nuestro caso más concreto; como seres supuestamente racionales y civilizados, devienen un sinnúmero de mandatos socio-políticos, éticos y morales. En definitiva: reglas o normas, para un supuesto beneficio de la totalidad de integrantes que formamos parte de lo que se entiende por mundo.
 
No obstante, la descendencia nos lleva, existencialmente hablando, a una anhelada “continuidad”. Desde una simbología metafísica, nos eternizamos a través de nuestro linaje. Y desde la pura biología: somos portadores de vida; mutando en nuestros hijos.

 

Inmortalidad y soledad

Pero, ¡claro está!, como entes pensantes convergen dos conceptos abstractos que certifican nuestra incontestable humanidad:

 

1) El ser humano, fruto de su (inexplicable y enigmática) presencia consciente en el infinito firmamento, ansía irrefrenablemente la inmortalidad; la frustración de no poder obtenerla concibe, en su propio ser, desamparo y desolación, y, por ende, la sempiterna infelicidad.
 
Y
 
2) Una visión infinita de un universo, que en absoluto será conocido en su totalidad, nos genera la segunda causa de infelicidad: la (insufrible) soledad.
 
 
Conclusión (eminente, y concluyentemente, humana): la prueba divina de poseer una consciencia infinita conduce, inexorablemente, a la infelicidad.
 
A fin de cuentas, y en el caso hipotético de algún día poder obtenerla,
 
La inmortalidad deberá ser en compañía; jamás en soledad
 
 
Santiago Peña
 
 
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